Existen situaciones, excepcionales, em las cuales el uso de la fuerza es inevitable. Como por ejemplo cuando la otra persona no está dispuesta a comunicarse y el peligro es inminente. Son situaciones en las que el uso de la fuerza es necesario, pero para ello tendremos que diferenciar entre los usos protectores y los usos primitivos.

Al usar la fuerza de manera protectora buscamos impedir daños o injusticias. La intención del uso de la fuerza de manera primitiva es la de hacer sufrir a la otra persona las consecuencias de sus malos actos. Cuando un niño trata de cruzar la calle corriendo sin mirar y vemos un coche, para evitar el daño ponemos en juego la fuerza protectora. Este puede ser ejercido tanto de manera física (sugetándo la mano para que no cruce) como psíquico (diciéndole “¡Estás loco como ibas a cruzar sin mirar!”)

El uso protector de la fuerza se basa en el supuesto de que hay personas que se comportan de una forma que puede resultar perjudicial para ellas o para los demás debido a la ignorancia. Por ello el proceso para corregir estas acciones debe consistir en educar, no en castigar. La ignorancia presupone:

  1. No tener conciencia de las consecuencias de nuestras acciones.
  2. Ser incapaces de ver cómo satisfacer nuestras necesidades sin perjudicar a los demás.
  3. Creer que tenemos “derecho” a castigar o herir a otras personas porque “se lo merecen”.
  4. Tener alguna idea delirante, como por ejemplo que “una voz” nos ordenó que matemos a una persona.

EL precio del castigo

Cuando decidimos hacer algo con el único objetivo de evitar el castigo, estamos desviando la atención del valor que tiene esta acción en si misma. En cambio, nos estamos centrando en las consecuencias de vendrán si no realizamos lo que se nos pide. Siempre que se recure a la fuerza punitiva, se deteriora la autoestima.

Existen dos cuestiones que nos ayudaran a entender por qué es poco probable conseguir lo que queremos ayudándonos de un castigo para cambiar el comportamiento de los demás. La primera de ellas es la siguiente: “¿Qué quiero que haga esta persona de manera diferente de lo que hace ahora?” Si sólo nos planteamos esta pregunta puede parecer que el castigo es una buena vía para conseguir nuestro objetivo, conseguir influir en el comportamiento de la persona. Sin embargo, la segunda pregunta nos demuestra que es improbable que el castigo tenga efecto: “¿Qué razones quiero que tenga esta persona para hacer lo que le pido?”

Con la segunda pregunta vemos que una vez la persona haga lo que le pedimos no tendrá razón para volver a hacerlo pues el miedo no estará siempre presente. No tendrá una recompensa por la que sienta que quiere hacer esto en otra ocasión.